El comienzo de un nuevo curso nos plantea la pregunta de si estamos bien enfocados. Saber de dónde parto y a dónde voy, qué camino seguir. Gracias a Dios, el cristiano conoce las respuestas. Partimos de Dios y queremos llegar a Él, y el camino es Jesús, vivir la vida ordinaria de su mano. En definitiva, crecer cada día en amistad con Cristo, hacer todo con Él, por Él y en Él, como nos recuerda la oración que cierra la plegaria eucarística de la Misa, para dar gloria a Dios con la ayuda del Espíritu Santo. Dios desea nuestra felicidad, espera que nos vaya bien y quiere ayudarnos.
La pena es que estas luces no iluminen la vida. Vayamos sin rumbo, malgastando los días, sin sentido alguno, sin bien para nadie, con una alegría aparente, sin contenido. Si es el caso, rompamos la inercia mala y reiniciemos… sino empeñémonos con tesón; en cualquier caso, estamos a tiempo.
En la carta que escribió al comienzo del siglo XXI, san Juan Pablo II se hacía la pregunta de aquellos que escuchaban a san Pedro el día de Pentecostés: “¿Qué hemos de hacer, hermanos?” (Hechos 2, 37). Y recordaba que: “No será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros! No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste”1. Está todo inventado… buscar a Cristo, encontrarle y amarle, crecer en amistad con Él.