La participación en la Misa dominical es un indicador concluyente del estado de salud espiritual de un cristiano. Borrar la Eucaristía de la vida cotidiana trae irremediablemente el olvido de la condición de hijos amados de Dios, herederos del Cielo; esa orfandad y pérdida son una tragedia. Crecer en vida eucarística fortalece la fe. No extraña que fuera uno de los objetivos del Concilio Vaticano II: “La santa madre Iglesia desea ardientemente que se lleve a todos los fieles a aquella participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas”[1]. Era preocupación de los obispos convocados por san Juan XXIII: “la formación litúrgica de los fieles, indispensable para una verdadera renovación… crecer en el conocimiento del gran don que Dios nos ha donado en la Eucaristía”[2]. En la Memoria Anual de Actividades de la Iglesia católica en España 2019[3] se recogía que 9.370.000 personas asisten regularmente a la Misa dominical, cerca del 20% de los católicos. Queda mucho por hacer… y toca poner el hombro.
En este artículo, dice Alberto García-Mina Freire, desarrollaré algunos aspectos del amor de Dios que la Misa encierra, de cómo participar de este camino privilegiado para encontrarnos con Jesús, y hacerlo con fruto cada vez mayor. “Es fundamental para nosotros cristianos comprender bien el valor y el significado de la Santa Misa, para vivir cada vez más plenamente nuestra relación con Dios”.