Estamos en mayo, dice Alberto García-Mina, un mes especial para los cristianos, en que procuramos mostrar nuestro amor a la Virgen. Un mes para regalar a María, madre de Dios y madre nuestra. Es una vieja costumbre que fue madurando a lo largo de los siglos. En el medioevo surgió “La devoción de treinta días a María” (Tricesimum), del 15 de agosto al 14 de septiembre. En el barroco cuajó la idea de un mes dedicado específicamente a la Virgen; y preferentemente fue mayo, el mes de las flores (el 1 de mayo era considerado como el apogeo de la primavera). Esta práctica se extendió sobre todo durante el siglo XIX. Es de buen hijo ser agradecido con su madre, más cuando sus desvelos son incontables.
Este mes es la ocasión de descubrir el amor maternal de la Virgen y reavivar nuestro amor filial a tan buena madre. De ahí nacerá naturalmente el deseo de contentar su corazón, de hacerle regalos… de ir con flores a María.
Cuentan, que, en una ocasión, el santo cura de Ars vio que entraba una viuda en la iglesia del pueblo por primera vez desde el fallecimiento de su marido; rezaba sollozante. El santo cura se dirigió a ella y le dijo: <Vuestra plegaria, señora, ha sido oída. Vuestro marido se ha salvado>. Y como no decía nada, al verla llena de asombro, continuó: <Acordaos de que un mes antes de morir cogió de su jardín la rosa más bella y os dijo: llévala al altar de la Santísima Virgen… Ella no lo ha olvidado>. Todo lo que María recibe de sus hijos lo presenta a Jesús, y aprovecha para hablar cosas buenas de nosotros. Así, con su intercesión nos alcanza las gracias del Cielo que necesitamos para ser fieles seguidores de Cristo.